Lucy Kellaway

¿Debemos tratar de sacar provecho de nuestras pasadas glorias?

Por: Lucy Kellaway | Publicado: Lunes 6 de marzo de 2017 a las 04:00 hrs.
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Dos hombres estan nadando en una piscina en Los Ángeles. Mientras descansan entre una vuelta y otra, uno de ellos declara que tiene 90 años. Entonces infla su diminuto pecho y dice: “Yo antes era juez”.

El otro hombre es Michael Kinsley, el periodista estadounidense quien comparte esta historia en su nuevo libro “La Vejez: Una guía para principiantes”. El punto central del relato es su patetismo. Lo que el hombre mayor hizo al referirse a su antigua importancia fue aumentar la impresión que precisamente estaba tratando de disipar: que sus buenos días ya habían pasado.

Este cuento suscita una pregunta más amplia: ¿Es correcto tratar de sacar provecho de nuestros pasados triunfos profesionales? Y si lo es, ¿cuándo comienza a resultar patético? Parece haber diferentes reglas para diferentes tipos de personas. Si se es tan famoso como Bill Clinton, uno se puede seguir regodeando en su antigua gloria de manera más o menos indefinida. Siempre y cuando uno sea un buen orador la gente seguirá pagando por escucharnos hablar sobre nuestra antigua grandeza muchas décadas después de haber alcanzado nuestros logros profesionales.

De otra manera el tiempo es tan limitado que es prácticamente inexistente. En general, el mundo deja de prestarle atención a cualquier logro en el instante mismo en que pasa del presente al pasado. El mismo día en que se deja un trabajo las invitaciones dejan de llegar. No sólo porque la gente teme que la experiencia se disipará rápidamente, sino porque, si ya no se está en un trabajo, toda la atención se desplaza instantáneamente a la nueva persona que asumió después el cargo.

A pesar de esto, las personas siguen aferradas a sus éxitos pasados como mecanismo de comunicación. Si esto es una buena idea o no depende de dos cosas: ¿Es relevante, y es digno?

La respuesta a la segunda pregunta invariablemente es que no. En su perfil de Twitter, George Osborne muy apropiadamente no dice que fue el Ministro de Hacienda de Gran Bretaña. Jack Welch, por su parte, se rehúsa a mencionar que fue el temido y venerado director ejecutivo de General Electric. Sólo David Cameron se presenta a sí mismo como quien era: el ex Primer Ministro del Reino Unido. Habría sido más digno de su parte si se lo hubiera callado. En su caso, ya sabemos lo que era y no necesitamos que nos lo vuelva a recordar.

Con respecto a las personas cuyas carreras previas no conocemos, no nos impresiona que nos lo informen. Cuando conozco a alguien en una fiesta que anuncia que es un ex empleado de la BBC o de McKinsey, siempre me hace sentir desanimada. Lo mismo me ocurre cuando leo perfiles en Twitter donde se malgastan preciosos caracteres diciendo que alguien era un antiguo asesor de Deloitte o un ex Google.

Se podría decir que esta información es relevante. Estas organizaciones tienen procesos de selección competitivos y si alguien pudo sobrevivirlos, debería ser un punto duradero a su favor. Pero en realidad no estoy tan segura que sea verdaderamente así. Mucha gente mediocre logra entrar a trabajar a grandes organizaciones, donde no les va bien y luego se marchan. Y estas personas tienden a ser además las que lucen con mayor entusiasmo los emblemas de sus antiguos empleadores.

Al fin y al cabo no es nada diferente del juez en su traje de baño. Si alguien le da mucha importancia a su pasado, eso sugiere que su presente no es gran cosa. Nuestra idea tradicional de una carrera es la de un firme camino hacia arriba, lo cual significa que no debería haber necesidad de mencionar un antiguo trabajo ya que el actual debería ser aún mejor.

Cuando Cameron era Primer Ministro no necesitaba andar por ahí recordándole a todo el mundo que él antes había sido publicista. Aunque muchas carreras (incluso la de Cameron) ya no terminan en una nota alta, seguimos encontrando patética cualquier caída. La única excepción es cuando se trata de deportistas. La biología dicta que han pasado su mejor momento cuando el resto de nosotros estamos todavía en la flor de la vida, y por esa razón los perdonamos.

Si el ex juez en la piscina hubiera declarado que alguna vez ganó una medalla olímpica, dudo que su compañero de natación habría sentido el menor patetismo.

En mi caso, ya me he hecho una promesa. Después de septiembre cuando finalmente haya dejado el periodismo y sea una aprendiz de maestra de matemáticas, nunca le diré a nadie en las fiestas que yo alguna vez fui una columnista del Financial Times. Cumplir esta promesa será fácil: en mi nuevo trabajo estaré tan cansada que quizás nunca más vaya a una fiesta.

Pero existe una lección más seria y profunda en todo este tema. Si nuestros logros profesionales importan tan poco cuando pasan a pertenecer al pasado, quizás no sea muy sensato seguir venerándolos con tanto entusiasmo en el presente.

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